En el
barrio de Once, la muchedumbre nerviosa nunca cesa. En medio de ese torbellino,
el policía se abría paso, hacia un lugar al que todos miraban y señalaban. En
una cabina telefónica, el cuerpo sin vida de una anciana pequeña y morocha
impedía abrir la puerta. Su cara llena de arrugas, apoyada contra el vidrio, no
dejaba el vapor del aliento. Era evidente: estaba muerta.
El policía forzó la
puerta, pero no pudo entrar. El cable del teléfono colgaba, a un lado, y el
auricular había quedado fuertemente retenido en la mano de la difunta. Tuvo que
intervenir la municipalidad.
Mientras
los empleados municipales trabajaban, el policía, quién ya había dado aviso a
la central, anotaba todos los detalles observables.
Apareció un
patrullero, con un señor de traje gastado, gris, de unos cincuenta años. Pidió
al policía sus anotaciones, tras presentarse como el Detective D. Fruncía
el ceño, de vez en cuando, en tanto que los mirones no se perdían ni un detalle
de aquella actitud.
-Yo la conocía- dijo, de pronto,
una señora, cuando el Detective D levantó la vista del papel.- Se llamaba
Catalina y tenía dos hijos, en Buenos Aires, y un hijo que siempre andaba de
viaje.
-¿Sabe dónde vivía?- preguntó el
Detective D.
-Venga, yo lo llevo.
En
el camino, el Detective D se enteró de que la anciana era muy tacaña, que tenía
un dinero guardado, aunque nadie sabía cuánto, que la hija que vivía con ella
era madre soltera, que el hijo, que también vivía con ella, no tenía trabajo
porque era un vago, y que el otro hijo, que era viajante de comercio, solía
visitarla una vez por año. En esos días debía estar por ahí, por Buenos Aires.
En
la casa, muy humilde, pero aseada, con olor a sopa de verduras y pollo, los
hijos recibieron la visita del Detective D, con mucho dolor. La hija lloraba a
gritos; el hijo sólo bajó la cabeza y se puso a preparar café. Había que
avisarle al tercer hijo.
El Detective D se preguntaba con quién hablaría por teléfono la anciana. No
tenía amigas ni otro familiar. No hacía trámites, nunca, por su edad avanzada- ochenta años y pico- jamás salía a hacer las compras, y al médico no iba, por su
excelente estado de salud. ¿Con quién hablaría?
A los
hijos no los había llamado, porque no tenían teléfono celular ni de línea,
allí, en su casa. Sin embargo, el Detective D vio, de reojo, cómo el Hijo
guardaba discretamente un celular. No dijo nada, pero lo anotó.
¿Y
el otro hijo? Había llegado a Buenos Aires, pero, todavía, no lo habían visto. Sabían, porque les había avisado la vecina que sí tenía teléfono. Hacía unos trámites
urgentes y pasaría por allí, ese mismo día. Él tenía celular, por lo cual el
Detective D tuvo el penoso deber de notificarle la muerte de su madre al pobre
Hijo ausente. El hijo le dijo que ya mismo salía para la morgue, para reconocer
el cuerpo.
Al
Detective D no le extrañaba desconfiar del hijo menor. Tenía motivos para
desear el dinero de mamá Catalina y había mentido con lo del celular. El hijo
mayor no estaba allí, así que quedaba fuera de sospecha. Aunque la Hija también
podría haber sufrido, como lo supo después, maltrato por parte de su anciana
madre. ¿Quién habló por teléfono con la mujer? ¿Dónde guardaba su dinero?
¿Quién lo sabía? Nadie lo sabía.
Pidió
una grabación a Telefónica de la última llamada. Por supuesto, no existía esa
grabación. Sí, el número marcado: 1540354036. ¡Bingo! El teléfono del hijo
mayor. Resuelto el caso… Pero… el hijo menor mintió al decir que no tenía
celular. Tal vez no había crimen. Tal vez sólo fue un infortunio y nada más.
Por fin llegó el hijo mayor. Lloró la muerte de su viejita, según dijo, a quién
no había atendido como hubiera querido. Era el principal sospechoso, aunque el
Detective D no se lo dijo. Les pidió a los tres hijos que fueran con él a
tomarles declaración.
Pero, al llegar a la comisaría, al hablar con el hijo mayor, no quedaba claro
porqué había quedado registro de la llamada desde esa cabina, al celular,
cuando el hombre negaba haber recibido la llamada. Se le incautó el móvil y
enseguida, se lo registró. Efectivamente, había registro de esa llamada. El
Detective D debió dejarlo detenido. El hijo mayor no se explicaba el hecho. ¡Si
él no había atendido esa llamada! Sólo comentó que antes de la muerte de su
madre, se encontraba en casa de una mujer- su mujer- cuya existencia era
desconocida por Catalina. Ella no podría haber atendido. Se lo habría dicho.
Entonces…
El Detective D golpeó la puerta de la dirección que le dio el hijo mayor. Abrió
un niño de unos doce años y voz grave, alto, con apenas pelusilla en el
mentón. Llamó a su madre y el Detective D habló con ella.
Cuando el adolescente- el hijo del Hijo mayor- supo que la madre del señor que
siempre visitaba a su mamá esperaba una llamada que él atendió dijo:
-Yo no sabía quién era. Estaba
mirando una película de terror y sonó el teléfono. Me pareció gracioso decirle
a esa señora que su hijo había muerto.
Gabriela Cocchi De Santis

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