Esta historia, tan breve como escalofriante, se la he dado a leer a mis alumnos, muchísimas veces. Y no me canso de hacerlo. Siempre, los asusta el final.
Perseguido por la banda de criminales, Malcolm corrió y corrió por las calles de esas ciudad extraña. Eran casi las doce de la noche. Ya sin aliento, se metió en una casa abandonada. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio, en un rincón, a un muchacho, todo asustado.
-¿A usted también lo persiguen?
-Sí.- dijo el muchacho.
-Venga. Están cerca. Vamos a escondernos. Esta maldita casa tiene que haber un desván... Venga.
Ambos avanzaron, subieron unas escaleras y entraron, en un altillo.
-Espeluznante, ¿no?- murmuró el muchacho, y con el pie empujó la puerta. El cerrojo, al cerrarse, sonó con un clic exacto, limpio y vibrante.
-¡Ay, no debió cerrarla! Ábrala, otra vez. ¿Cómo vamos a oírlos, si vienen?
El muchacho no se movió.
Malcolm, entonces, quiso abrir la puerta, pero, no tenía picaporte. El cierre, por dentro, era hermético.
-¡Dios mío! Nos hemos quedado encerrados los dos.
-¿Los dos?- dijo el muchacho-. Los dos, no; solamente, uno.
Y Malcolm vio cómo el muchacho atravesaba la pared y desaparecía.

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