UNO DE MIS AUTORES PREFERIDOS ES MARCO DENEVI. LO DESCUBRÍ EN LA NOVELA ROSAURA A LAS DIEZ, CEREMONIA SECRETA, EN FALSIFICACIONES... PRECISAMENTE, DE ESTE ÚLTIMO LIBRO TOMÉ EL TEXTO QUE LES DEJO AQUÍ, Y QUE ESPERO QUE LES GUSTE.
Silencio de sirenas
Cuando las Sirenas vieron pasar el barco de Ulises y advirtieron que aquellos hombres se habían tapado las orejas para no oírlas cantar (¡a ellas, las mujeres más hermosas y seductoras!) sonrieron desdeñosamente y se dijeron: ¿Qué clase de hombres son éstos que se resisten voluntariamente a las Sirenas? Permanecieron, pues, calladas, y los dejaron ir en medio de un silencio que era el peor de los insultos.
La muerte de un guerrero
Segunda Guerra Mundial. Marros se levantó mirando el cielo. Pensó que estaba soñando pero al ver el campo de batalla vio la realidad.
Algo brilló en medio del mismo. Era como una luz . Se dirigió con su fusil al lugar, tomando las precauciones del caso. Al arribar se percató de que había un niño que paseaba sin problemas. Gritó:
-¡Niño, sal de ahí, pueden herirte!
El niño levantó su cara sencilla y sonriente y dijo:
-¿Por qué? No he hecho nada malo, sólo ayudo a los muertos.
-¿Cómo puedes ayudarlos si están muertos?
-Ah, ¿si lo estuvieras lo sabrías?
Marros se quedó pensativo. Dijo:
-Tú eres un ángel.
Y el niño, sonriente, respondió:
- ¿Ves? Ya sabes cómo ayudo a los muertos.
Claudio Fabio Tonelli
El mono que quiso ser escritor satírico
Augusto Monterroso
En la selva vivía una vez un Mono que quiso ser escritor satírico.
Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser escritor satírico le faltaba conocer a la gente y se aplicó a visitar a todos y a ir a los cocteles y a observarlos por el rabo del ojo mientras estaban distraídos con la copa en la mano.
Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los otros animales, en cualquier parte era bien recibido y él perfeccionó el arte de ser mejor recibido aún.
No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto por las Monas como por los esposos de las Monas y por los demás habitantes de la Selva, ante los cuales, por contrarios que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba invariablemente comprensivo; siempre, claro, con el ánimo de investigar a fondo la naturaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.
Así llegó el momento en que entre los animales era el más experto conocedor de la naturaleza humana, sin que se le escapara nada.
Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se fijó en la Urraca, y principió a hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se le ocurrían acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los animales de sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas y especialmente una, y que se iban a ver retratadas en su sátira, por suave que la escribiera, y desistió de hacerlo.
Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la Serpiente, quien por diferentes medios -auxiliares en realidad de su arte adulatorio- lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos; pero varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían aludidas, y desistió de hacerlo.
Después deseó satirizar a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de que sus amigos de este género, y especialmente uno, se ofendieran, terminó comparándola favorablemente con la Cigarra, que egoísta no hacia más que cantar y cantar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.
Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas adúlteras que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos; pero tantas de éstas lo habían recibido que temió lastimarlas, y desistió de hacerlo.
Finalmente elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos humanos y no encontró contra quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo.
En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto.
Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser escritor satírico le faltaba conocer a la gente y se aplicó a visitar a todos y a ir a los cocteles y a observarlos por el rabo del ojo mientras estaban distraídos con la copa en la mano.
Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los otros animales, en cualquier parte era bien recibido y él perfeccionó el arte de ser mejor recibido aún.
No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto por las Monas como por los esposos de las Monas y por los demás habitantes de la Selva, ante los cuales, por contrarios que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba invariablemente comprensivo; siempre, claro, con el ánimo de investigar a fondo la naturaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.
Así llegó el momento en que entre los animales era el más experto conocedor de la naturaleza humana, sin que se le escapara nada.
Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se fijó en la Urraca, y principió a hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se le ocurrían acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los animales de sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas y especialmente una, y que se iban a ver retratadas en su sátira, por suave que la escribiera, y desistió de hacerlo.
Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la Serpiente, quien por diferentes medios -auxiliares en realidad de su arte adulatorio- lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos; pero varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían aludidas, y desistió de hacerlo.
Después deseó satirizar a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de que sus amigos de este género, y especialmente uno, se ofendieran, terminó comparándola favorablemente con la Cigarra, que egoísta no hacia más que cantar y cantar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.
Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas adúlteras que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos; pero tantas de éstas lo habían recibido que temió lastimarlas, y desistió de hacerlo.
Finalmente elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos humanos y no encontró contra quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo.
En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto.
FIN
LA INTRUSA
JORGE LUIS BORGES
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor. En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.
FIN
AXOLOTL
JULIO CORTÁZAR
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
Anton Chejov - Un escándalo
Macha Pavletskaya, una muchachita que acababa de terminar sus estudios en el Instituto y ejercía el cargo de institutriz en casa del señor Kuchkin, se dijo, al volver de paseo con los niños: «¿Qué habrá pasado aquí?» El criado que le abrió la puerta estaba colorado como un cangrejo y visiblemente alterado. Se oía en las habitaciones interiores insólito trajín. «Acaso la señora -siguió pensando la muchacha- esté con uno de sus ataques o le haya armado un escándalo a su marido.» En el pasillo se cruzó con dos doncellas, una de las cuales iba llorando. Ya cerca de su habitación vio salir de ella, presuroso, al señor Kuchkin, un hombrecillo calvo y marchito, aunque no muy viejo. -¡Es terrible! ¡Qué falta de tacto! ¡Esto es estúpido, abominable, salvaje! -iba diciendo, con la cara como la grana y los brazos en alto.
Y pasó, sin verla, por delante de Macha, que entró en su habitación.
Por primera vez en su vida la joven sintió ese bochorno que conocen tanto las gentes dedicadas a servir a los ricos. Se estaba efectuando un registro en su cuarto. El ama de la casa, Teodosia Vasilievna, una señora gruesa, de hombros anchos, cejas negras y espesas, manos rojas y boca un tanto bigotuda -una señora, en fin, con aspecto de cocinera-, colocaba apresuradamente dentro del cajón de la mesa carretes, retales, papeles...
Sorprendida por la aparición inesperada de la institutriz, se turbó, y balbuceó:
-Perdón..., he tropezado..., se ha caído todo esto... y estaba poniéndolo en su sitio.
Al ver la cara pálida, asombrada de la muchacha, balbuceó algunas excusas más y se alejó, con un sonoro frufrú de sayas ricas.
Macha contemplaba el aposento, presa el alma de un terror vago y de una angustia dolorosa. ¿Qué buscaba el ama en su cajón? ¿Por qué el señor Kuchkin salía de allí tan alterado? ¿Por qué su mesa, sus libros, sus papeles, sus ropas estaban en desorden?... Allí acababa, a todas luces, de efectuarse un registro en regla. Pero ¿con qué motivo?, ¿en busca de qué?...
La visible turbación del criado, el trajín que reinaba en la casa, el llanto de la doncella, se relacionaban, sin duda, con el registro. ¿Se la suponía, quizás, autora de algún delito? Macha se puso aún más pálida de lo que estaba, las piernas le flaquearon y se sentó en un cesto de ropa blanca. Entró una doncella.
-Lisa, ¿podría usted decirme por qué se ha hecho en mi habitación... un registro? -preguntó la institutriz.
-Se ha perdido un broche de la señora..., un broche que vale dos mil rublos...
-Bien; pero ¿por qué se ha registrado mi habitación?
-¡Se ha registrado todo, señorita! A mí me han registrado de pies a cabeza, aunque, se lo juro a usted, no he tocado en mi vida ese maldito broche. Incluso he procurado siempre acercarme lo menos posible al tocador de la señora.
-Sí, sí, bien...; pero no comprendo...
-Ya le digo a usted que han robado el broche. La señora nos ha registrado, con sus propias manos, a todos, hasta a Mijailc, el portero... ¡Es terrible! El señor parece muy disgustado; pero la deja hacer mangas y capirotes... Usted, señorita, no debe ponerse así. Como no han encontrado nada en su habitación, no tiene nada que temer. Usted no ha cogido la alhaja, ¿verdad?, pues no sea tonta y no se apure... -Pero ¡es que clama al cielo -dijo Macha, ahogándose de cólera- lo humillante, lo ofensivo, lo bajo, lo vil del proceder de la señora! ¿Qué derecho tiene ella a sospechar de mí y a registrar mi cuarto?
-Usted, señorita -suspiró Lisa-, depende de ella... Aunque es usted la institutriz, la considera al fin y al cabo -perdóneme usted- una criada... Usted come su pan, y ella se cree con derecho a todo y no se para en barras.
Macha se dejó caer en la cama y rompió a llorar amargamente. Nunca había sido humillada, insultada, ultrajada de tal manera. ¡Ella, una muchacha bien educada, sentimental, hija de un profesor, considerada autora posible de un robo y registrada como una vagabunda!
Al pensar en el sesgo que podía tomar el asunto, la institutriz se horrorizó. Si se la había podido suponer autora del robo, ¿quién le garantizaba que no se podía incluso detenerla?... Quizás la desnudaran, delante de todos, para ver si ocultaba la alhaja, y la llevaran a la cárcel, a través de las calles llenas de gente. ¿Quién iba a defenderla? Nadie. Sus padres vivían en un apartado rincón de provincias y su situación económica no les permitía emprender un viaje a la capital, donde ella no tenía parientes ni amigos y estaba como en un desierto. Podían, por lo tanto, hacer de ella lo que quisieran. «Iré a ver a los jueces, a los abogados -se dijo, llorando- y se los explicaré todo; les juraré que soy inocente. Acabarán por convencerse de que no soy una ladrona.» De pronto recordó que guardaba en el cesto de la ropa blanca algunas golosinas: fiel a sus costumbres de colegiala, solía meterse en el bolsillo, cuando estaba comiendo, algún pastelillo, algún melocotón, y llevárselos a su cuarto. La idea de que el ama lo habría descubierto la hizo ponerse colorada y sentir como una ola cálida por todo el cuerpo. ¡Qué vergüenza! ¡Qué horror! El corazón empezó a latirle con violencia y las fuerzas la abandonaron.
-¡La comida está servida! -le anunció la doncella-. La esperan a usted.
¿Debía ir a comer?... Se alisó el pelo, se pasó por la cara una toalla mojada y se dirigió al comedor. Habían ya empezado a comer. A un extremo de la mesa sentábase la señora Kuchkin, grave y reservada; al otro extremo su marido; a ambos lados los niños y algunos convidados. Servían dos criados, de frac y guante blanco. Reinaba el silencio. La desgracia de la señora ataba todas las lenguas. Sólo se oía el ruido de los platos. El silencio fue interrumpido por el ama de la casa.
-¿Qué hay de tercer plato? -le preguntó con voz de mártir a un criado.
-Esturión a la rusa -contestó el sirviente.
-Lo he pedido yo, querida -se apresuró a decir el señor Kuchkin-. Hace mucho tiempo que no hemos comido pescado. Pero si no te gusta, diré que no lo sirvan... Yo creía... A la señora no le gustaban los platos que no había ella pedido, y se sintió tan ofendida, que sus ojos se llenaron de lágrimas.
-¡Vamos, querida señora, cálmese! -le dijo el doctor Mamikov, que se sentaba junto a ella. Su voz era suave, acariciadora, y su sonrisa, al dar su mano unos golpecitos sedativos en la de la dama, era no menos dulce.
-Vamos, querida señora! Tiene usted que cuidar esos nervios. ¡Olvide ese maldito broche! La salud vale más de dos mil rublos...
-No -se trata de los dos mil rublos -dijo la dama con voz casi moribunda, secándose una lágrima- Es el hecho lo que me subleva. ¡No puedo tolerar ladrones en mi casa! ¡No soy avara; pero no puedo permitir que me roben! ¡Qué ingratitud! ¡Así pagan mi bondad! Todos los comensales tenían la cabeza baja y miraban al plato; pero a Macha le pareció que habían levantado la cabeza y la miraban a ella. Se le hizo un nudo en la garganta. Apresurándose a cubrirse la faz con el pañuelo, balbuceó:
-¡Perdón! No puedo más... Tengo una jaqueca horrorosa... Se levantó con tanta precipitación, que por poco si tira la silla, y, en extremo confusa, salió del comedor.
-¡Qué enojoso es todo esto, Dios mío! -murmuró el señor Kuchkir- No se ha debido registrar su cuarto... Ha sido un abuso...
-Yo no afirmo -replicó la señora- que sea ella quien ha robado el broche; pero ¿pondrías tú la mano en el fuego?... Yo confieso que estas... institutrices... me inspiran muy poca confianza.
-Sí, pero -contestó el amo de la casa con cierta timidez- ese registro..., ese registro..., perdóname, querida..., no creo que tuvieras, con arreglo a la ley, derecho a efectuarlo.
-Yo no sé de leyes. Lo que sé es que me han robado el broche, ¡y lo he de encontrar! La dama dio un enérgico cuchillazo en el plato, y sus ojos lanzaron temerosos rayos de cólera. -¡Y le ruego a usted -añadió dirigiéndose a su marido- que no se mezcle en mis asuntos! El señor Kuchkin bajó los ojos y exhaló un suspiro.
Macha, cuando llegó a su cuarto, se dejó caer de nuevo en la cama. No sentía ya temor ni vergüenza; lo único que sentía era un deseo violento de volver al comedor y darle un par de bofetadas a aquella señora grosera, malévola, altiva, pagada de sí. ¡Oh, si ella pudiera comprar un broche costosísimo y tirárselo a la cara a la innoble mujer! ¡Oh, si la señora Kuchkin se arruinase y llegara a conocer todas las miserias y todas las humillaciones y se viera un día forzada a pedirle limosna! ¡Con qué placer se la daría ella, Macha Pavletskaya! ¡Oh, si ella heredase una gran fortuna! ¡Qué delicia pasar en un hermoso coche, con insolente estrépito, por delante de las ventanas de la señora Kuchkin! Pero todo aquello era pura fantasía, sueños. Había que pensar en las cosas reales. Ella no podía continuar allí ni una hora. Era triste, en verdad, el perder la colocación y tener que volver a la casa paterna, tan pobre; pero era preciso. No podía ver a la señora, y el cuarto se le caía encima. Se ahogaba entre aquellas paredes. La señora Kuchkin, con sus enfermedades imaginarias y sus pujos de dama prócer, le inspiraba profunda repulsión. Sólo el oír su voz le crispaba los nervios. ¡Sí, había que marcharse en seguida de aquella casa! Macha saltó del lecho y se puso a hacer el equipaje.
-¿Se puede? -preguntó detrás de la puerta la voz del señor Kuchkir.
-¡Adelante! El amo entró y se detuvo a pocos pasos del umbral. Su mirada era turbia y brillaba su nariz roja. Se tambaleaban un poco. Tenía la costumbre de beber cerveza en abundancia después de comer.
-¿Qué hace usted? -preguntó, mirando las maletas abiertas. -El equipaje para irme. No puedo continuar aquí. Ese registro ha sido para mí un insulto intolerable.
-Comprendo su indignación de usted...; pero hace usted mal en tomarlo tan por la tremenda. La cosa, al cabo, no es tan grave... La muchacha no contestó y siguió entregada a sus preparativos. El señor Kuchkin se retorció el bigote, la miró en silencio unos instantes y añadió:
-Comprendo su indignación, señorita; pero... hay que ser indulgente. Ya sabe usted que mi mujer es muy nerviosa y está un poco tocada... No se la debe juzgar demasiado severamente. Macha siguió callada.
-Si usted se considera ofendida hasta tal punto, yo estoy dispuesto a pedirle perdón. ¡Perdón, señorita! La institutriz no despegó los labios. Sabía que aquel hombre, casi siempre borracho, sin voluntad, sin energía, era un cero a la izquierda en la casa. Hasta la servidumbre le trataba con muy poco respeto. Sus excusas no tenían valor alguno.
-¿No contesta usted? ¿No le basta el que yo le pida perdón? Se lo pediré entonces en nombre de mi mujer... Como caballero, debo reconocer su falta de tacto... El señor Kuchkin dio algunos pasos por el cuarto, suspiró y prosiguió: -¿Quiere usted, pues, que la conciencia me remuerda toda la vida, señorita? ¿Quiere usted que yo sea el más desgraciado de los hombres?...
-Ya sé yo, Nicolás Sergueyevich -le contestó Macha, volviendo hacia él sus grandes ojos arrasados en lágrimas-, ya sé yo que no tiene usted la culpa. Puede usted tener la conciencia tranquila.
-Sí, pero... ¡Se lo ruego, no se vaya usted! Macha movió negativamente la cabeza. Nicolás Sergueyevich se detuvo junto a la ventana y se puso a tamborilear con los dedos en los cristales.
-¡Si supiera usted -dijo- lo bochornoso que es todo esto para mí! ¿Qué quiere usted? ¿Que le pida perdón de rodillas? Usted ha sido herida en su orgullo, en su amor propio; pero yo también tengo amor propio, y usted lo pisotea... ¿Me obligará usted a decirle una cosa que ni al confesor se la diría a la hora de mi muerte? Macha no contestó.
-Bueno; ya que se empeña usted, se lo diré todo. ¡Soy yo quien ha robado el broche de mi mujer!... ¿Está usted contenta?... Yo he sido, yo... Naturalmente, cuento con su discreción de usted, y espero que no se lo dirá a nadie... Ni una palabra, ni la menor alusión, ¿eh? Macha, estupefacta, aterrada, seguía haciendo el equipaje. Con mano nerviosa echaba a la maleta su ropa blanca, sus vestidos. La pasmosa confesión del señor Kuchkin aumentaba su prisa de irse. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo entre aquella gente? -¿Está usted asombrada? -preguntó, tras un corto silencio, Nicolás Sergueyevich.¡Es una historia muy sencilla, una historia vulgar! Yo necesito dinero y mi mujer no me lo da. Esta casa y cuanto hay en ella eran de mi padre. Todo esto es mío. Mío es también el broche. Lo heredé de mi madre. Y, sin embargo, ya ve usted, mi mujer lo ha acaparado todo, se ha apoderado de todo... Comprenderá usted que no voy a llevar el asunto a los tribunales... Le ruego, señorita, que no me juzgue con demasiada severidad. Perdóneme y quédese. Comprender es perdonar... ¿Se queda usted?
-¡No! -contestó con voz firme y resuelta la muchacha, llena de indignación-. ¡Le ruego que me deje en paz!
-¡Qué vamos a hacerle! -suspiró el beodo, sentándose junto a la maleta-. Me place que haya aún quien se indigne, quien se ofenda, quien defienda su honor... No me cansaría nunca de admirar ese gesto de indignación... ¿No quiere usted, pues, seguir aquí?... Lo comprendo... ¡Quién estuviera en su lugar!... Usted se irá, y yo..., ¡yo no podré nunca dejar esta casa! Hubiera podido retirarme al campo, a alguna de las fincas que heredé de mi padre; pero mi mujer ha colocado en ella de administradores, de agrónomos, de capataces a una taifa de bribones, ¡el diablo se los lleve!, que me hubieran hecho la vida imposible...
-¡Nicolás Sergueyevich!-gritó por el pasillo la señora Kuchkin-. ¿Dónde se ha metido?
-¿Conque no quiere usted quedarse? -preguntó el amo, levantándose y dirigiéndose a la puerta-. Lo mejor sería que se quedase... Yo vendría todas las noches a charlar un rato con usted... Si se va usted seré aún más desgraciado. Usted es en la casa la única persona que tiene cara humana. ¡Es terrible! Y miraba a la institutriz con ojos suplicantes; pero ella movió negativamente la cabeza. El señor Kuchkin salió del aposento, pintada en el rostro la desesperación.
Media hora después Macha Pavletskaya disponíase a tomar el tren.
El dinosaurio
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. (Augusto Monterroso)
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Cuando despertó, suspiró aliviado: el dinosaurio ya no estaba allí. (Pablo Urbany)
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Y cuando despertó, el dinosaurio seguía allí. Rondaba tras la ventana tal y como sucedía en el sueño. Ya había arrasado con toda la ciudad, menos con la casa del hombre que recién despertaba entre maravillado y asustado. ¿Cómo podía esa enorme bestia destruir el hogar de su creador, de la persona que le había dado una existencia concreta? La criatura no estaba conforme con la realidad en la que estaba, prefería su hábitat natural: las películas, las láminas de las enciclopedias, los museos... Prefería ese reino donde los demás contemplaban y él se dejaba estar, ser, soñar.
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Y cuando el dinosaurio despertó, el hombre ya no seguía allí. (Marcelo Báez)
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Me encantó el blog Cochi!!!! Gracias por todo lo que nos brindás!!! Empezaré a leer los los cuentos! Lo recomendaré!!!
ResponderEliminarGracias por leer este blog incompleto, pero hecho con mucho amor. Ya agregaré nuevas secciones!
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