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| MATEO |
Mateo observó las
luces que brillaban en el cielo. Le parecieron tan bonitas que, una noche, tomó
un buen puñado de ellas y las puso en un frasco.
-Mi chiquito, se van
a morir, ahí, encerradas- le aconsejó su mamá.
-No, mami. Las
estrellas no se mueren.
La joven madre lo miró, pensativamente
y con ternura.
-Bueno- dijo- Hasta
mañana, hijo.
El pequeño Mateo no podía dormir,
mirando cómo se movían sus estrellas, adentro del vidrio. Pero, sin darse
cuenta, cerró sus ojitos.
A la mañana siguiente, despertó,
ansioso por ver brillar sus estrellas. Sólo encontró, en el frasco, un puñado
de bichitos que no se movían.
Asombrado y casi llorando, llamó a su
mamá.
- ¿Qué les pasó a mis
estrellas? ¿Se fueron al cielo? Yo no puse esos bichitos, ahí.
La mamá suspiró y se sentó en la cama,
con él, mientras limpiaba, con amor, las lagrimitas de su hijo.
-Mateo: las estrellas
no pueden bajar del cielo. Encerraste algunas luciérnagas. Son bichitos que nos
regalan su brillo, en las noches de verano, porque creen que son estrellas. Y,
así como ellas se confundieron, vos también. Esos bichitos ya no viven. Pero,
tal vez, estén brillando, esta noche, en el cielo.
El niño la escuchaba, sin distraerse.
De pronto, como si hubiera comprendido, dijo, abrazando a su madre:
-¡Yo quiero que sigan
brillando! No voy a cazar más estrellas. ¡Las voy a dejar vivir!
La joven mamá acarició sus cabellos
castaños, y le contestó:
-¿Sabés por qué se
llaman luciérnagas? Porque son luces. Y
me alegro mucho, hijo, de que hoy hayas aprendido esto.
Mateo, aún abrazado a su madre, frunció
el ceño, sólo un segundo. Y apretó, aún más fuerte, a su mamá.
GABRIELA COCCHI DE SANTIS

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