miércoles, 17 de junio de 2020

LA LUNA DE MATEO


 

                Todas las noches, desde pequeñito, Mateo miraba al cielo y sonreía. Mi hija, despierta a todos los gestos nuevos, a las morisquetas y al asombro, nunca se perdía esos momentos, y los atrapaba, con su viejo celular usado.

       Una tarde, el celular dejó de prestarle la vida a los caprichos de la primeriza madre. Ella lloró, por los recuerdos perdidos. Mateo la miró, y sus pestañas se mantuvieron alzadas, un buen rato.

        Ya habían pasado dos años, y había un celular nuevo, en la familia. Se lo daban a mi nieto, con las canciones de la Granja, que siempre le sacaban contorsiones rítmicas y graciosas.

        Pero, cuando llegaba la noche, alzaba las manos, al cielo, y se hamacaba.

- ¡Mamá! - y unas frases, indiscutibles.

      Karen lo levantaba, para que mirara mejor, en el patio, bajo la parra de uvas blancas. Él miraba la luna grande y sonreía. Su madre no sabía qué veía, en el cielo, en la luna o en las estrellas.

     Mateo creció, pero su costumbre no desapareció. Y su sonrisa era cada vez más llamativa, más curiosa, más luminosa.  Entonces, esa noche, se acercó a mi hija y le dijo, fuerte y convencido, con sus cuatro años:

- La luna está mordida.

      Karen rió, sin comprender el significado de la palabra final.

      Ofendido, con esa mirada que sólo un niño de cuatro años puede usar, sin permiso y con autoridad, le volvió a afirmar:

- La luna está mordida. Siempre.

                                                 

                                                           17/06/2020

 

           GABRIELA COCCHI DE SANTIS


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