Todas las noches, desde pequeñito, Mateo miraba al cielo
y sonreía. Mi hija, despierta a todos los gestos nuevos, a las morisquetas y al
asombro, nunca se perdía esos momentos, y los atrapaba, con su viejo celular
usado.
Una tarde, el celular dejó de prestarle la vida a los
caprichos de la primeriza madre. Ella lloró, por los recuerdos perdidos. Mateo
la miró, y sus pestañas se mantuvieron alzadas, un buen rato.
Ya habían pasado dos años, y había un celular nuevo, en
la familia. Se lo daban a mi nieto, con las canciones de la Granja, que siempre
le sacaban contorsiones rítmicas y graciosas.
Pero, cuando llegaba la noche, alzaba las manos, al
cielo, y se hamacaba.
-
¡Mamá! - y unas frases, indiscutibles.
Karen lo levantaba, para que mirara
mejor, en el patio, bajo la parra de uvas blancas. Él miraba la luna grande y
sonreía. Su madre no sabía qué veía, en el cielo, en la luna o en las
estrellas.
Mateo creció, pero su costumbre no
desapareció. Y su sonrisa era cada vez más llamativa, más curiosa, más
luminosa. Entonces, esa noche, se acercó
a mi hija y le dijo, fuerte y convencido, con sus cuatro años:
-
La luna está mordida.
Karen rió, sin comprender el
significado de la palabra final.
Ofendido, con esa mirada que sólo un
niño de cuatro años puede usar, sin permiso y con autoridad, le volvió a
afirmar:
-
La luna está mordida. Siempre.
17/06/2020
GABRIELA COCCHI DE
SANTIS
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