domingo, 31 de mayo de 2020

EL MONJE

Monje Forestales Camino - Foto gratis en Pixabay
 

            Si aquella flor blanca hubiese podido hablar, nos diría cuán lejos de Dios estaba el pensamiento de ese hombre, a simple vista, consagrado a Él, por sus hábitos.

            Robusto, de unos veinte años, tal vez, algunos rayos del sol poniente descubrían un rostro dulcificado por la caridad y el amor.

            Y en verdad, ese pequeño bosque, que servía de desahogo, en aquellas tardes de calor, no ayudaba a olvidar los móviles de una gran tristeza escondida, en el corazón del joven.

            Es que, no a mucha distancia del convento, una familia, muy humilde, que vivía de su trabajo, en la tierra, contaba, entre sus tres hijos, con una esbelta jovencita, de no más de dieciocho años, capaz de inquietar la mirada del más frívolo.

            Pálida, como la luna, en el óvalo de su rostro, se destacaban unos ojos negros, sombreados de largas pestañas, coronados, el conjunto, por una larga mata de cabellos oscuros. Su fisonomía hacía pensar en un niño pequeño, que aún no descubría la esencia de la vida.

       Suele, a veces, la misma, cerrar nuestro corazón, si tenemos la desventura de conocerla, en toda su plenitud, si no se presenta como la imaginamos. Y, a veces, suele abatir los cuerpos más débiles y las mentes más despiertas.

          Se encaminó, hacia el convento, el joven monje, sin haber podido encontrar su paz, perdida, hacía ya mucho tiempo.

            En vano, las largas oraciones y las súplicas al Supremo, queriendo librarse de aquellos ojos…

- ¿Cómo te llamas?

- Mi nombre es María…

              La jovencita había traído, al convento, una pequeña atención, de parte de su madre: unos panecillos tibios, que, esperaba, le gustasen. Y el monje no vio, hasta tiempo después, que esas pequeñas atenciones podrían costarle su vocación y su vida.

            Así, transcurría el tiempo, contado en meses, en largos meses de amistad. Los padres de la niña, lejos de sospechar nada, creían, ciegamente, en el Señor. Y no veían mal que su hija, tan joven y bonita, pero tan niña, en sí, ayudara, a veces, en las tareas del convento.

            Pero, ésta, dejó, un día, de ver al monje, como tal, y sus ojos y su corazón descubrieron a un hombre, al cual le ofreció una flor blanca. Fue todo.

            Era, aquélla, una tarde algo oscura y pesada. Negros nubarrones amenazaban la serenidad del lugar.

            Todos los días, un sol rojo los acompañaba hasta la pequeña cabaña de María. Pero, ni bien salieron del monasterio, hubieron de refugiarse, en un pequeño rincón del camino, cubierto de ramas, que los protegería de la intemperie.

            Ella respiraba, agitada. ¡Estaba empapada! Y su pecho rozaba, acompasada e inconscientemente, al joven. Ambos parecían descubrir, por primera vez, algo extraño, en sus cuerpos y en su espíritu. Cruzaron las miradas y …  

            Una formidable tormenta se desató, desplegando, en el cielo, banderas grises y sonoros toques de trompetas…

            Terminó, por fin, aquello. Pero, esta vez, en silencio llegaron, ambos, al hogar. Esta vez, el monje no quiso participar de un pequeño café, que era costumbre aceptar, todas las tardes.

            Y todas las tardes dejaron de ser iguales. La muchacha no regresó, después de ese día, ni al siguiente, ni al otro.

            Poco después, el joven se enteró de que una enfermedad hacía presa de María. La neumonía, en aquellos lugares inhóspitos, sin auxilio, más que los que la buena voluntad podía brindar, amenazaba con llevarse la vida de aquella doncella.

         ¡Qué pecado habían cometido!

        Sólo aquella flor blanca sabía del arrepentimiento del monje, que hubiera dado su vida a cambio de la de ella.

         Por su culpa, la ira de Dios… No. Tenía que poner fin a ello.

        Tomó la flor blanca y comenzó a caminar. La tarde se tornó, nuevamente, amenazante. La figura del monje se perdió, en un oscuro horizonte, del cual jamás regresó.

 

                                                            ANTES DE 2005

 

                                       GABRIELA COCCHI DE SANTIS


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