Se
había acostumbrado al ritmo del hotel. En esa época del año las noches eran
tranquilas, porque no había turismo y los viajantes llegaban siempre durante el
día. A la mañana, en cambio, prefería refugiarse en una de las habitaciones
vacías, para no oír las voces de los clientes, que entre medialuna y medialuna
comentaban el estado de los caminos o el éxito de los negocios. Se sentía muy
alejado de la vida de los viajantes, siempre en camino, siempre con la ilusión
de que en la próxima ciudad, o en el próximo pueblo, los esperaba la suerte que
hasta ahora se les había negado.
A él ya no le interesaba viajar; quería un
lugar donde afincarse. Aprovechaba las noches para pasear por el hotel.
Recorría los pasillos desiertos, subía y bajaba en el ascensor. Si algún
cliente se había mostrado impaciente o maleducado, él se encargaba de perturbar
su sueño a través de ligeros golpes a su puerta. Pero la tranquilidad se
interrumpió cuando apareció la valija. Ya la primera vez que la vio- sola en
medio de un pasillo- le produjo un inexplicable desasosiego.
Esa
vez pensó que alguien la había dejado olvidada. Dos semanas después volvió a
encontrarla, abajo, en el hall, junto a uno de los sillones verdes. Estuvo tentado
de abrirla, pero se contuvo. Era una valija de cuero, algo ajada. La manija se
había roto, y la habían reparado con hilo sisal. No sabía si estaba llena o
vacía, porque ni siquiera la había tocado. Como la mayoría de los pasajeros del
hotel eran hombres, supuso que era la valija de un hombre. Mientras miraba, por
la ventana del hotel, el camino que llevaba a la ciudad, pensaba en la valija.
Tal vez la había olvidado alguien mucho tiempo atrás, y los muchachos del hotel
la habían sacado del sótano para hacer una broma. No encontraba otra
explicación. A veces se sorprendía pensando en el dueño. Le imaginaba una cara,
un oficio, algunas circunstancias. Quizás bastaba abrir la valija para saber
cómo era. Las cosas que uno pone en una valija son como el resumen de una vida.
Ahí está todo lo que uno puede decir de sí mismo. Ahí está todo lo que uno
puede esconder.
Una noche oyó el ascensor que bajaba hacia él. Cuando abrió la puerta, no había nadie, pero allí estaba, por tercera vez, la valija. Volvió a sentir el desasosiego, el temor. Ya era hora de abrirla. No sentía curiosidad; pero quería sacarse de encima el peso de la duda. Soltó las dos trabas y la abrió. Revisó con cuidado su contenido, como un empleado de aduana que busca en los repliegues una mercancía prohibida. Había una navaja de afeitar, una novela policial, un frasco azul, vacío. Entre la ropa, encontró una bolsita de lavanda. Fue ese olor lo que le hizo recordar. Entonces reconoció la navaja con la que se había afeitado por última vez, la novela que no había terminado de leer, sus tres camisas, que siempre doblaba con esmero. Reconoció su nombre al pie de una carta en la que se despedía de una mujer que ya, por su cuenta, se había despedido. Reconoció el frasco azul, y recordó el sabor del veneno que había tomado de un trago, por motivos que ahora le parecían ajenos.
Los
hoteles son lugares de paso y él necesitaba un lugar definitivo. Salió a la
madrugada, a la hora que eligen los viajantes cuando tienen mucho camino por
recorrer. Y aunque le pareció que no lo iba a necesitar, llevó consigo el
equipaje.

No hay comentarios:
Publicar un comentario