Por una calle azul de
Buenos Aires
las estrellas caminan;
se calzan mis lentos
taconeos
de ensoñación.
Suspiran.
¿Cómo no suspirar y
jadear ante la noche
apenas fría, apenas
tibia?
¿Cómo no ver semáforos
guiñando
el párpado rojo a la
rutina?
De pronto, el azul se
vuelve negro.
Los coches silban.
Un buitre negro
sigiloso,
se coló en la penumbra.
Una palpitación y
luego, otra,
un manojo, un alud, una
tormenta
de golpes secos en el
pecho.
El miedo
les recortó el amor, a
las estrellas.
La luna, que ya no
caminaba,
asustada, se ennubeció.
Testigo del pavor y el
desconcierto,
también, huyó.
Los pasos retumban y
retumban,
más próximos. Yo cruzo
y él cruza,
de una vereda a otra.
¡Ni palomas ni cisnes
que me socorran!
Otra vez he cruzado…
¡Y no se rinde!
¿Qué hacer, ahora,
si él persiste?
Me detengo, asustada,
entre unas frutas
y unas personas miran.
Cuento, tiemblo.
Escuchan, me consuelan,
me ofrecen compañía.
Pero, junto el coraje,
en una bolsa
de dulces mandarinas.
Y sigo.
Y no lo veo.
La oscuridad me
tiembla, entre las botas
y entre los taconeos.
Los brazos de mi casa
se han abierto.
Yo, aún, jadeo.
Yo, todavía, veo
sombras enquistadas,
dentro del monedero.
Me acuesto
y amantes tenebrosos se
acuestan, junto a mí.
¿Cuándo vendrá el
sosiego?
¡Sobreviví!
Un día más de vida… ¿Y
hasta cuándo,
Buenos Aires, así?
GABRIELA COCCHI DE SANTIS
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